La luna como símbolo de soledad
En las noches más oscuras, la luna se presenta como una figura enigmática, girando en torno a su propio eje mientras orbita alrededor de un misterioso núcleo. Esta bailarina del cielo, cuyo aura evoca los bosques profundos, parece estar atrapada en un dilema: continuar su camino o detenerse a considerar lo que deja atrás.
Una mirada que habla
Observándola, la luna me ofrece una conexión silenciosa, una mirada que parece comprender mis inquietudes. Sus ojos, que recuerdan a la naturaleza salvaje, reflejan la confusión que la consume. Las marcas de su viaje, visibles en forma de cráteres y valles, son testigos de un mundo que ha experimentado profundas transformaciones.
El sentimiento de imposibilidad
A medida que la luna avanza, siento que se aleja, como si su presencia, que había sido un faro en mi vida, se volviera cada vez más etérea. Mi intención de ser un apoyo para ella se convierte en una carga, y la distancia que nos separa se incrementa, quizás sin que ella sea consciente de ello.
Un deseo de reconexión
Con el corazón lleno de deseo, clamo a la luna, esperando que sus miradas se vuelvan a entrelazar. Su suavidad, el eco de su presencia, se está desvaneciendo lentamente. Cada noche que pasa, su luz parece más lejana, y la angustia de su ausencia se transforma en un eco que resuena en mí.
¿Un viaje sin regreso?
Miro hacia el infinito, preguntándome si alguna vez la luna deseará devolver, si alguna vez querrá compartir de nuevo su brillo con mi pequeño mundo. Su danza en el firmamento, cada vez más frenética, me recuerda que la distancia no sólo es física, sino también emocional.
La inevitabilidad de la elección
Mi esperanza de construir un puente hacia la luna es una ilusión; su decisión de volver o no es completamente suya. Mientras la miro desaparecer en el inmenso océano de las estrellas, comprendo que la belleza de su misterio radica en su libertad. Y así, me quedo con mi añoranza, con la deseada promesa de una futura reunión que, tal vez, algún día se realizará.