Un gesto que no se aprende
Yo no sé sonreír, nunca he sabido. Desesperaba a mis padres cuando de niño me querían retratar. “Sonríe”, me decían. Y sólo me salía una mueca. Con los años he aprendido el truco para aparecer sonriendo en las fotografías. Me echo a reír, que eso sí que lo sé, y pido a la persona que lleva la cámara que espere el final de la carcajada. Y entonces, clic. Lo que saldrá a la imagen parecerá, de forma plausible, una sonrisa, pero no lo será.
La diferencia entre carcajada y sonrisa
La carcajada es excesiva, agresiva, exhibicionista. Acaba siendo contagiosa porque los demás no quieren quedar excluidos de esa gorda felicidad tan ostensible. Un observador neutral, que bajara del huerto y que llegara justo en ese momento, ante un estallido pegadizo de risas se pensaría que ha topado con un grupo de tontos merecedores de ser encerrados. Y posiblemente no iría demasiado errado.
La sonrisa es otra cosa. Expresa equilibrio, discreción, humildad. Es la gota que sobresale de la abundancia del corazón. Encomienda paz. La sonrisa es cordial, es acogedora como un abrazo. La gente ajetreada que se encuentran, de repente, ante una hermosa sonrisa, experimentan una profunda sensación de misterio. En el pozo de donde ha nacido ese gesto les está vedado de abrevarse. Por eso se agolpan frente a la Gioconda, en el Louvre. A ver si lo entienden.
La importancia de la sonrisa
A nosotros, durante muchos años, no ha sido necesario ir a París para encarar el misterio. No ha sido necesario correr mucho mundo para saber el sentido cordial y acogedor de una buena sonrisa. Porque hemos tenido la fortuna inmensa de conocer a Anna. La sonrisa más hermosa del mundo que yo he conocido. La agenda de la Peigis iba siempre tan apretada porque todos queríamos tener una cata de esa sonrisa. Durante un buen grueso de tiempo la televisión hizo el milagro de esparcirlo, ponerlo al alcance de mucha gente. Quien seguía el periodismo cultural de la Peigis sabía que la cultura era, pasada por la criba de su sonrisa, la forma más excelsa de la amabilidad, de la convivencia. Alguien, muy ignorante, decidió descabezar esa fuente de paz.
Y ahora se ha ido. Tan a tiempo, tan necesaria como era en este mundo convulso. La desaparición de su sonrisa nos ha dejado huérfanos de amabilidad. Que la amabilidad es el sentimiento más importante lo saben los poetas, lo sabía Bertolt Brecht, lo supo nuestro Vicent Andrés Estellés. La orfandad de la amabilidad es una banderola de peligro que levantamos delante de la tormenta donde todo nos va volcando. Sin ti, Anna, todo va a costar mucho más.
Te hemos amado tanto…