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La Geperudeta: De la Reverència a la Indiferencia

by PREMIUM.CAT

La Catedral de València: Un Oasis de Tranquilidad Perdido

En tiempos pasados, antes de que las hordas de turistas invadieran sus muros, la catedral de València era un remanso de paz. Era un lugar donde uno podía sumergirse en un torrente de luz y espiritualidad, como si se tratara de una obra maestra de Claude Monet, impregnada de la misma paz celestial que emana de sus templos.

Las catedrales, diseñadas para conmover lo más profundo del ser humano, buscan provocar un asombro interior y, si es posible, despertar o fortalecer la fe. El pintor Pepe Sanleón también plasmó esta sensación de éxtasis en sus obras, donde trazos entrelazados intentaban capturar la atmósfera etérea que envolvía estos santuarios.

Recuerdo entrar a la catedral por la puerta de los Ferros y encontrar refugio en la capilla del Santo Cáliz. Allí, admiraba las gruesas cadenas que colgaban de las paredes, testimonio del triunfo de la flota de Alfonso el Magnánimo en la conquista del puerto de Marsella.

Me divertía la yuxtaposición irónica de estas pruebas de victoria militar junto al Santo Cáliz, un símbolo de paz y humildad. Porque esas cadenas de cincuenta metros también contaban la historia del saqueo y el incendio que asolaron Marsella, del pánico y la masacre de sus habitantes indefensos.

Adentrándome en la Seu, antes de que los frescos de Paolo di San Leocadio vieran la luz, el interior no suscitaba demasiado interés. Pero de repente, en la girola, aparecía la reliquia del brazo de San Vicente, marchito y retorcido.

Un antebrazo diminuto, conservado en una urna y tenuemente iluminado, cautivaba mi imaginación adolescente y demostraba la eficacia del milagro. Si San Vicente Ferrer era el santo de los milagros cotidianos, el Mártir se me presentaba como una figura mucho más espectacular.

Intentaba visualizar su tormento, torturado, asado en una parrilla y luego abandonado en un vertedero, donde los animales lo preservaron. Finalmente, arrojado al mar en un saco, atado a una rueda de molino, lo que no le impidió regresar milagrosamente a la playa poco después.

Ese brazo de San Vicente de la Roda era, en cierto modo, el mejor testimonio de hechos mágicos e indiscutibles.

Después, me gustaba rodear el ábside y salir por la puerta de la Almoina. Pero antes, me detenía en la solemne tumba de Ausiàs March, el único escritor enterrado en la catedral. Muchos feligreses ya no lo leían ni lo entendían, pero ese hecho me hablaba en voz baja de cómo nuestra lengua fue amada y valorada, hasta el punto de enterrar a nuestro poeta en un lugar tan eminente y distinguido.

Con el alma conmovida por estos pensamientos, miraba poco después por la ventana enrejada hacia el interior de la basílica y saludaba a la Geperudeta, barrocamente adornada y coronada.

La Geperudeta: ¿Una Belleza Oculta?

Hace unos días, regresé a la catedral y recordé aquellos sentimientos. Y pensé que, al igual que habían sacado a la luz la belleza de los óleos de Leocadio retirando la bóveda barroca, quizá deberían hacer lo mismo con los ropajes que cubren la imagen de la Virgen.

Nos encontraríamos con una hermosa escultura gótica, de estilo francés, originalmente yacente, realizada para la cofradía de la Casa de los Locos e Inocentes en 1414, que se encargaba de enterrar los cadáveres abandonados o de los ajusticiados, cuerpos ‘desamparados’ que nadie reclamaba.

Sobre el ataúd de estos desdichados, se colocaba esta Virgen, como acogiéndolos en su seno.

Ya en 1972, Manuel Sanchis Guarner advertía que ‘la restitución de la imagen no es tarea fácil, pero habrá que intentarla algún día’. Y añadía: ‘en su día, la Virgen de Montserrat también estuvo barrocamente envuelta en bordados, encajes y coronas’.

Sanchis Guarner abogaba por retirar ‘los deplorables añadidos triunfalistas que la desfiguran’ y devolverla a su aspecto original, quitándole los suntuosos escapularios y mantos bordados, la corona de pedrería, ‘la deplorable peluca postiza’ de cabello natural, el pedestal barroco de plata… Al fin y al cabo, tanta intervención a lo largo de los siglos ha adulterado y deformado gravemente una bella talla gótica que, sin tantos añadidos, brillaría con su pulcra y natural pureza.

Incluso el Niño que actualmente reposa sobre el brazo izquierdo es una obra reciente del escultor Carmelo Vicent, realizada en 1964 (véase ‘El labrador de Carmelo Vicent’), sin ningún interés artístico.

La Indiferencia Turística: Una Triste Realidad

Cabe decir que las multitudes de turistas pasan por delante de todo esto sin comprender gran cosa, mirándolo todo con respetuosa indiferencia. Es natural: ven cadenas, el brazo de San Vicente de la Roda, el Santo Cáliz, la devoción de los valencianos por la Geperudeta, sin profundizar en absoluto.

En cuanto a la tumba de March, nadie la mira. Yo soy aquel que me llamo Ausiàs March, proclamaba orgulloso el poeta… Pero, ¿quién es ese para toda esa gente? Incluso, ¿quién es ese para nosotros, el pueblo valenciano?

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